En El día antes de la felicidad, Erri de Luca narra una disputa entre vecinos. El portero del edificio reprende a un inquilino poeta porque siempre escribe versos que ya han escrito otros antes. A lo que poeta de la comunidad responde: "No me diga. Aquí es que no puede uno escribir un verso, que enseguida aparece alguien que dice: yo llegué primero. Pues no, señores míos, la poesía no es un tranvía donde quien llega primero se sienta y los demás se quedan de pie. La poesía no es una carrera de velocidad en la que hay que llegar el primero. Cada día nace virgen de poesía, uno se despierta y la renueva."
Sin llegar
esos extremos de quijotismo (nunca suficiente en los tiempos que corren), me
atrevo a darle algo de razón a este personaje tan simpático. La poesía no deja
de ser la reactualización de un impulso prolongado desde la noche de los
tiempos, el de decir (decirnos) quiénes somos y qué compartimos, la explosión
de la conciencia de ser semejantes y reconocernos como seres inmersos en ciclos
que abarcan la totalidad del Universo.
Siempre
cabrá la réplica sardónica de un portero metido a juez: "Claro que sí, el
primero que se despierta vuelve a escribir la Divina Comedia." Sin embargo, no
es eso. Más allá de sarcasmos y falsas trascendencias, la función de la poesía es
estrenar el mundo cada día. Siempre lo ha sido. Quizá el mundo sea el mismo, o
casi, como las palabras son las mismas, o casi, pero ahí estará ella para
ofrecernos un determinado matiz, un sesgo
sorpresivo… La poesía reinventa el mundo con los medios a su alcance. La
función pues de los poetas no ha de ser otra que darle instrumentos, darle lugar
a la poesía, saber mostrarla donde nunca antes.
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